Escribir allí adentro no era una metáfora de libertad. Era moverme sin salid de la celda. No experimenté ningún poder de la imaginación; las ideas no abrían los candados, mis ilusiones literarias no hacían que la requisa nos dejara de pegar. Escribir en ese entonces, fusionado con la claustrofobia hasta hacernos uno, conviviendo apretado con otros colegas, prisioneros también de la industria del delito, me sirvió como trampolín hacia los misterios más lejanos de una interioridad que se conecta con lo más tangible de lo que hay afuera del cuerpo. Escribía y seguía adentro de una celda; las rejas seguían igual de duras. No fui libre por la literatura, todo lo contrario, mientras más leía más consciente era del juego perverso de este sistema asesino.