En el cuadro de Alfredo Bettanin San Martín, Rosas, Perón, la que puede ver la totalidad de la historia que se narra tiene el mismo apellido que el pintor: es su hija. Cuando ella y su papá conversan frente a la tela el fatídico 1° de julio de 1974, ninguno de los dos sabe que uno va a morir apenas dos meses después y la otra va a tomarse una pastilla de cianuro poco tiempo más tarde, durante la invasión a su casa en Rosario por una patota de la dictadura.
Esta novela no narra apenas la historia de la concepción, ejecución y exhibición –o exhibiciones– de este cuadro, ni la del modo en que la misma se hizo parte de la educación sentimental de los dos protagonistas centrales de la trama, sino también la historia de su circulación (y, con ella, de la circulación de sus significados) en los años que seguirían a la muerte de su propio creador.
Hay algo de policialesco en el modo en que Lerman busca dar cuenta del misterio de este cuadro y de su historia, cuyo sentido se va construyendo en el mismo pasar de mano en mano de la tela y del mensaje o los mensajes que ella porta, que acaso ninguno de sus propietarios o custodios sucesivos pudo o pueda nunca terminar de conocer, pero que desde hace una punta de años vienen circulando junto con el cuadro mismo en las escenas y circunstancias más variadas.
Eduardo Rinesi