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Descripción

La Constitución tiene la particularidad –y la condena– de los textos fundamentales: todos creemos conocerla, y podríamos recitar pasajes de memoria, pero muchos tenemos una idea equivocada, o al menos superficial, de ella. La confundimos, dice el autor de este libro original y esclarecedor, con un “objeto sacralizado e inerte”, “una losa de mármol con cláusulas mandonas”, y perdemos de vista lo que realmente es: un texto abierto y deliberadamente inacabado, que viene a organizar la aventura de nuestra vida en común. Este libro, que puede leerse como una completísima introducción al derecho, propone una cartografía constitucional argentina, un mapa político y jurídico que bucea en los botones, las poleas y los engranajes ocultos de nuestra ley fundamental para terminar desplegando ante el lector una suerte de manual de funcionamiento de un país. Porque la Constitución parece abarcar todo aquello que nos une: el Préambulo como base y síntesis de la nación, los derechos y sus alcances, la igualdad, los delitos y las penas, la libertad, la propiedad, los impuestos, cómo se hacen las leyes, qué puede y qué no puede hacer el presidente, cómo funciona el sistema de justicia, qué vínculos tienen el Estado nacional y las provincias. Pero es a la vez, como demuestra el autor, un texto que deja mucho sin decir. “El carácter tan general de muchas pautas de la Constitución no debe ser visto como un problema, o una deficiencia, sino como un ingenioso mecanismo que ha trazado el puente entre los momentos fundacionales y las coyunturas”, escribe Arballo, que confirma en estas páginas su bien ganado reconocimiento como divulgador del derecho y logra un libro en el que los no iniciados descubrirán un mundo fascinante y los conocedores hallarán las pistas para profundizar en debates sustanciosos y actuales. Nuestra Constitución ha ganado una batalla cultural: los ciudadanos estamos convencidos de que tenemos derechos y, cuando pensamos que algo no funciona, solemos pedir no menos, sino más Constitución. Nos la creemos. Esto, en un país tan inclinado a la autodenigración, no deja de ser una constatación esperanzadora.